Felipa Mora, sus telares y sus mercados

Cultura 08/11/2023 Rodrigo Marcano - Prodavinci

Con el presente texto se inicia una pequeña serie de artículos sobre historia empresarial venezolana.  En su conjunto forman parte de un trabajo mayor en preparación, pensado inicialmente para alumnos que siguen cursos de esta materia en la Universidad Católica Andrés Bello, aunque adaptados al espíritu divulgativo de un medio.

El Tocuyo

Es una lástima que sepamos tan poco de Felipa Mora. Su nombre es apenas un dato: en 1653 empleaba 250 indígenas en sus obrajes de algodón en El Tocuyo. Esto la hace, probablemente, la primera empresaria –o lo que hoy llamaríamos empresaria– de la que tengamos noticia en nuestra historia. Tenemos noticias de encomenderas, incluso tuvimos dos gobernadoras (aunque administraron a través de hombres encargados), pero un complejo de obrajes, es decir, talleres relativamente grandes y tecnificados, que empleen a 250 personas, es algo de otro nivel. A lo mejor heredó aquel conglomerado de un padre o esposo, o a lo mejor fue ella la que lo levantó a pulso. En todo caso, lo dirigía, lo que debió ser uno de los centros de producción que empleaba a más gente en la entonces Provincia de Caracas. Y además uno que estaba en el núcleo de un proceso de protoindustrialización que hubo en Venezuela, que no logró despegar cuando las mercancías producidas por la Revolución Industrial le ganaron la competencia a sus productos, pero que dejó una honda huella en la cultura latinoamericana y, en un caso, incluso global. Hablamos de la tela tocuyo y, tal vez económicamente menos importante en su momento, pero a la larga de mayor impacto, la butaca.

Ambas denominaban productos salidos de las manos de un artesanado muy talentoso[1] y de unos comerciantes que con sus recuas tramontaban los Andes hasta llegar muy adentro en el Nuevo Reino de Granada. En las siguientes páginas veremos brevemente su itinerario e impacto.

taburete
Ture de madera, tapizado en cuero crudo. Adaptación criolla del asiento indígena. «Un asiento venezolano llamado butaca», Carlos Federico Duarte
La butaca

La butaca

Después de arepa, butaca es la segunda palabra cumanagota más famosa. El cumanagoto fue un idioma de filiación caribe, hoy desaparecido, que se hablaba en el oriente de lo que actualmente es Venezuela, en la región donde se encuentra la ciudad de Cumaná. A un tipo de silla en forma de tijera, recubierta de cuero, se le llamaba en la zona butaca, putaca o ture. Fue adoptado por los conquistadores y poco a poco se combinó con diseños europeos, agregándose espaldar y apoya-brazos. La saga de la butaca merece ser contada con detenimiento –algunos ya lo han hecho– porque es una verdadera aventura del diseño[2].

En algún momento del siglo XVIII, las butacas llegaron a Nueva España, seguramente como parte del intenso comercio de cacao que tuvo con Venezuela, y la silla se popularizó, al punto de que ya en el siglo XX se volvió un elemento de identidad local y comenzó a llamársele también silla campeche. De Nueva España, o tal vez por la vía del Caribe, la butaca llegó a Nueva Orleans, donde se afrancesó como butaque (aunque hay documentos venezolanos del siglo XVII que ya la nombran así). Finalmente, cuando Luisiana fue comprada por Estados Unidos, pasó al resto del nuevo país. Nada menos que Thomas Jefferson se hizo un gran amante de las butacas, lo que tal vez ayudó a su enorme popularización, volviéndose los Estados Unidos, con México, uno de los principales productores de esta silla. En Venezuela, por el contrario, el colapso de la independencia, la muerte y emigración de muchos de los mejores artesanos, hizo que cada vez se hicieran menos.

Por eso, aunque no deja de ser llamativo, tiene sentido el que nada menos haya sido un norteamericano uno de los últimos ebanistas en hacer butacas en Caracas, Joseph P. Whiting, a finales de la década de 1820. ¿Serían una especie de retorno a los orígenes estas butacas de Whiting, que hicieron el camino inverso desde EEUU? Es muy posible. En cualquier caso, Whiting se regresó a su país a inicios de la década de 1830, por lo que es muy probable que el viaje de las butaques haya sido de ida y vuelta. Cuando las sillas reclinables comenzaron a instalarse en los teatros a finales del siglo XIX, el modelo de las butacas fue empleado, por lo que en el mundo hispano pasaron a ser llamadas de ese modo.

Si las butacas iniciaron su viaje desde Cumaná hacia el Caribe y México, las telas de El Tocuyo lo hicieron por el camino de los Andes, hasta convertirse en un tejido tradicional en Argentina, Perú y Bolivia. Esto, en primer lugar, nos demuestra la condición de encrucijada que adquiriría la Venezuela que se forma en 1777, con su vertiente andina y caribeña; y en términos económicos, nos habla del desarrollo de algo que pudo aproximarse a un proceso de protoindustrialización: los obrajes establecidos en El Tocuyo, que el historiador Pedro Cunill Grau definió como una “protoindustria colonial algodonera”[3].

 

La tela tocuyo

Con las telas tocuyo no sólo se exportó un objeto de valor cultural, que hasta hoy se sigue reproduciendo de Perú a Argentina, sino que se tuvo una industria que las produjo a gran escala hasta el siglo XVIII (y de forma muy limitada, hasta inicios del siglo XX). Hay evidencia documental de las telas tocuyanas desde finales del siglo XVI, y de su presencia en Nueva Granada, Quito y Perú para la tercera década del siglo siguiente. Esto generó un verdadero fenómeno económico. Felipa Mora fue una de las tantas personas que se dedicaron a esta industria[4]. Y no se trataba de los únicos. En toda la región había telares de distintos tamaños, cultivos de algodón y toda una red dedicada al transporte con recuas de mulas, que recorrían los caminos de los Andes hasta muy adentro de Nueva Granada.

Aunque en Venezuela nadie se acuerda de la tela tocuyo, de aquel tráfico comercial queda un pan como tunja, un tipo de pan tradicional de la zona, así como lo que hoy es una especie de heroína pop tunjana: Inés Hinojosa, que en realidad era barquisimetana y que en su huida siguió el camino que debieron recorrer las recuas, primero a Pamplona y después a Tunja[5]. En sus Noticias historiales de la conquista de Tierra Firme en las Indias Occidentales (1628), Fray Pedro Simón habla de las telas que se usaban en Perú y Quito, que “nombran a este lienzo y tela tocuyo por haber tenido su principio en la ciudad del Tocuyo”[6].  Como pasó con los obrajes mexicanos, y en general con la industria española, a mediados del siglo XVIII no lograron competir con los productos importados, ni crecer debido a los grandes controles, impuestos y restricciones comerciales.

En 1765 había aún cinco telares en Sarare[7] y para finales del siglo XIX aún había un barrio con telares en El Tocuyo, llamado Los Hornos, en el que destacaba la familia Fernández dedicada a esta industria[8]. Pero ya era un trabajo artesanal para consumo muy local. España se convirtió en un país rentista, que empleaba el oro y la plata de América para importar cada vez más mercancías, muchas de las cuales a su vez revendían a los reinos y provincias de las Indias, desincentivando las industrias locales. Era un buen negocio para los comerciantes españoles, para los de las Indias, incluso para el Estado, y hasta lo fue para los enemigos de España, que producían muchas de esas mercancías, como los holandeses; pero sacó al mundo español del camino de la Revolución Industrial. Venezuela, como veremos en las siguientes entregas, no se sustrajo de este proceso, centrándose por casi dos siglos más en la agricultura para la exportación. Tendríamos que esperar mucho tiempo para volver a tener establecimientos y empresarias como Felipa Mora, pero lo hecho por hombres y mujeres como ella marca un antecedente que sirve de guía e inspiración.

 

Texto original Prodavinci (clic)

 

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